Como Aureliano y Juan de Panonia, los protagonistas de Los Teólogos de Borges, ambos emprendieron una lucha secreta, casi sin mencionarse, o haciéndolo apenas entre los íntimos. Los dos venían de generaciones distintas; Foucault era aún adolescente cuando Sartre ya luchaba por la independencia de Argelia. Conocieron las modas del momento y hasta cierto punto se aferraron a ellas; al existencialismo uno, al estructuralismo el otro.
Después, los dos, las superaron. Pero marcharon, quién duda, por caminos distintos. Leyeron a Marx y a Mao, pero en desacuerdo. Como los teólogos del cuento, escribieron mucho, quizás en enmascaradas diatribas. Las palabras y las cosas fue, a su modo, una respuesta a Crítica de la razón dialéctica. Lucha feroz, titánica, y hoy ambas conviven en el canon. Desde revistas, desde editoriales, persistieron en la candente plática. El más viejo precedió en la muerte al más joven, pero por poco.
Habían tomado contacto un poco antes.
Y aquí la diferencia con el cuento de Borges se disuelve. No se incineraron mutuamente. Dios no los confundió en el más allá – un Dios, por cierto, en el que no creían.
Fueron filósofos de “sectas” distintas, pero no asimilaron la filosofía con un gabinete. En el Areópago, una vez más, un tal Sócrates debió reírse y complacerse.
Estuvieron juntos en las luchas contra los nefastos sistemas carcelarios; contra las represiones a los estudiantes; contra el maltrato a los inmigrantes; contra los fusilamientos del franquismo; contra el Shah de Irán; contra la muletilla de la “inseguridad” de las derechas. Se cuenta que la policía tenía órdenes de no tocar a Sartre, cuasi monumento nacional viviente. El achacoso viejito devenía entonces en una suerte de escudo humano para no ligar palos. No hubo un Platón para exaltar esos momentos. Apenas, unos fotógrafos.
Esas fotografías están entre los monumentos más nobles de todo el siglo XX.