Me preguntan porqué te lloramos, Diego

Por Lucas Di Marco. Gente amiga de Colombia me pregunta con asombro ¿porqué les duele tanto la pérdida de Maradona a los argentinos?, y con esa pregunta me obligó a esa insípida tarea de tratar de describir un sentimiento.

¿Qué hace que ese tipo al que insulté varias veces me tenga llorando desde ayer como cuando murió mi viejo?, ¿porqué en la calle todos andamos como si hubiésemos perdido al mismo familiar?, en ese ejercicio de memoria me tope con dos recuerdos que me dieron quizás la punta del ovillo para entender un sentimiento.

El primer recuerdo fue el mundial de 1990. Yo con once años iniciaba mi escuela secundaria y en mi casa habíamos comprado un televisor de 29 pulgadas, el más grande de la época, lo que nos transformaba en epicentro barrial para amigos, vecinos y allegados que venían a nuestro espacioso living a ver los partidos. Maradona fue, en ese cristal del televisor, el héroe que lograba lo imposible, que se sobreponía a tobillos inflamados, patadas criminales, árbitros localistas, etc.

Era Argentina con Diego como estandarte contra Italia, Fifa, Inglaterra, Brasil, Joao Havelange, Yugoslavia, Camerún, Alemania, etc. Diego contra el mundo, y venía gambeteando la derrota pese a todo. Recuerdo cuando en los partidos ante Yugoslavia e Italia me iba de ese living a la cocina para no verlo y volvía cuando sentía los festejos de mis hermanos y sus amigos. Así vivimos el sueño que Diego nos fue construyendo con más amor propio que el poco fútbol que su maltrecho tobillo permitía. Pero llegó la Final, y el final. Se aguantó hasta que el verdugo Codesal inventó un penal para Alemania (luego de ignorar uno a Calderón), yo me fui a la cocina esperanzado en que el Goyco iba a atajar (la cábala era infalible). Esperé y esperé sin escuchar nada hasta que volví y vi a todos en silencio y el Diego, mi héroe de la adolescencia, lloraba en la tele mientras Bilardo trataba de cubrirlo de las burlas italianas. Creo que fue la primera vez que me rompieron el corazón, y tal vez una de las más duras.

Un par de años más tarde, ya con 13 años, en el mismo living de casa. Diego volvía a jugar al fútbol en el Sevilla de España. Ya no había tanta gente, sólo mis hermanos y alguno de sus amigos frente al tele. Yo tampoco era el mismo, en mi plena adolescencia como hermano menor me creía saberlo todo por ser un lector voraz de diarios, libros y revistas de fútbol, y no dejaba pasar el momento para expresar mis «inequívocos» juicios de valor. Así, mientras mis hermanos mayores miraban con una sonrisa el precalentamiento y la previa del partido, yo los torturaba repitiendo como lorito y sin digestión previa todo lo que había leído en los medios en ese tiempo: «para qué quieren ver a ese gordo drogón», «ese tipo nos hizo quedar mal en el mundo y ustedes lo idolatran», «agrandado, soberbio, tramposo y todavía le hacen circo» y cosas así que por repetidas tenían que ser verdaderas.

Ente aquella final del ’90 y ese partido con el Sevilla, Diego había sido sancionado por dopping y suspendido por largos meses en esa Italia que festejó su caída ante los alemanes. Ahora volvía más rellenito, con su melena y yo me sumaba al coro de críticos burgueses que repetían lo que decía la «prensa especializada». Pero mientras yo martillaba con mi letanía, mis hermanos ni me miraban, estaban absortos en la pantalla y sin mover la cabeza para responderme me decían: «no tenés idea de lo que decís pendejo», lo que aumentaba mi enojo de benjamín.

En eso estaba pensando palabras filosas para vengarme por ser ignorado, cuando empezó el partido. Maradona sin mucha movilidad, toco dos o tres pelotas en la mitad de la cancha, nada trascendente para el juego, pero suficiente para que yo me siente y me quede absorto mirándolo y rogando que la pelota pasase de nuevo por él. Casi sin notarlo, con el paso de los minutos, yo tenía la misma sonrisa de mis hermanos en la cara. ¿Cómo salió el partido?, ni idea. Había visto arte belleza, magia. Lo demás eran estadísticas.

Con el paso del tiempo fui consumiendo su talento a cuentagotas en su deambular por Sevilla, Newell’s y Boca, hasta volverme un adepto que con la llegada de internet puede pasarse horas mirando sus videos. No videos de goles y trofeos, donde hay muchos que han ganado más o convertido más goles. Videos de como trataba a la pelota. Como decía Fontanarosa en su cuento «VIejo con árbol», era la suma de todas las artes ver un partido suyo: danza, música, teatro, drama, todo junto y vibrando siempre a mil por hora. No era un jugador, era un artista que además jugaba. A eso agréguenle su fortaleza para salir de la pobreza y alcanzar la cumbre, su tendencia por ir siempre a los clubes menos poderosos y desde ahí combatir defendiendo a los de abajo, ya sea en Nápoles o con la Selección. Súmenle su imperfección de tirano que te hace odiarlo y luego amarlo en su caída y tendrán un humano inmortal. Tal vez así entenderán por Colombia o donde sea porqué lloramos los argentinos desde ayer.

Se nos fue el que nos levantó mil veces la autoestima, el que nos demostró que se podía creer, que nada era imposible. El que nos hizo soñar con cambiar la realidad y que David venza a Goliat. Hoy vamos por la calle y parece que a todos se nos murió el mismo familiar, ese Diego que representaba como nadie lo que somos con sus defectos y virtudes. Espero que así nos entiendan porqué lloramos a nuestro héroe imperfecto. Y como dice un Twuit por ahí ya pueden llamarlo Soccer o como quieran, el fútbol para nosotros ha muerto.

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